Puedo imaginar su rendición. El orgulloso macho, perdida ya la fuerza, dejándose caer arrimado al farallón de piedra, alentando apenas, aguardando sin saberlo -¿cuánto tiempo? ¿horas, días?- la llegada de la muerte.
Y puedo imaginar a los buitres, volando en círculos cada vez más cercanos, y después posados alrededor, y después, tal vez -y duele el pensamiento- acercándose a picar y alimentarse del animal aún vivo.
Cuando lo encontré, hacía ya mucho, semanas, o incluso meses, que los carroñeros habían terminado su tarea. Quedaban la osamenta, aún no del todo limpia, y retazos de piel adheridos a la cabeza y a las patas. Y, dominando el conjunto, el doble arco de la cornamenta.
Era una imagen bárbara, hermosa y terrible, natural y, en una extraña forma, adecuada a la textura austera del lugar.
Un cuadro de fuerza y de verdad innegables, un paisaje del alma cargado de... alimento. Un alimento hosco, crudo y salvaje para la mirada.
La esencia destilada de esta tierra áspera.