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sábado, 30 de septiembre de 2017

Una belleza huidiza

En el paseo de esta mañana, una liebre asustada ha emprendido una larga carrera desde el arbusto que la cobijaba -apenas a un metro del animal humano que esto cuenta- hasta la linde del bosque protector. Una belleza huidiza,  de pelaje pardo y largas orejas rematadas de negro. Un habitante más de este pedazo de tierra que a ratos creo -así de ridículo es el narcisismo de nuestra especie- que me pertenece. Como si no fuera mucho más lógico saberse y sentirse parte de este ecosistema, junto a la liebre y el corzo, la cabra y el jabalí. Sentirse y saberse de la misma materia de la encina y el enebro, la arcilla roja del suelo y los almendros plantados por unas manos que hace ya mucho que volvieron al suelo madre.
Amo profundamente este lugar bellísimo y sencillo, que en mis momentos de estúpido orgullo me da por pensar que me ha sido confiado para que lo conserve y lo cuide, pero la realidad es que no soy más que una criatura que, como todas las demás que lo habitan y conforman, desarrolla aquí la vida y la actividad que corresponden a su ser.
Al bosque no le importan mi amor y mi gratitud, pero ellos forman parte del animal que soy. De este animal extraño, dotado de la capacidad de maravillarse.